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miércoles, 9 de noviembre de 2011

Un viaje al País de las Lechiguanas - 3

…y a la Calera
Tercera parte por Jorge Surraco

Fragmentos de una carta enviada luego del viaje.

Zanjón de Larrateguy
(…) En cuanto a mis andanzas, te cuento que hicimos con amigos dos viajes, el primero a La Calera en el Departamento Islas de Ibicuy y el segundo al sector norte de las Islas Lechiguanas pertenecientes al Departamento Gualeguay, para filmar, en el primer caso una escuela rural en zona inhóspita y en el segundo a pobladores nutrieros y puesteros cuidadores de ganado, en ambos casos, escuela y pobladores, en el medio de “la nada” pero también de una agreste belleza. 

 Fue como viajar en la máquina del tiempo, observando formas de vida en condiciones mínimas, rodeadas de privaciones y grandes sacrificios, a menos de 200 Km de la ciudad de Bs.As. y no más de 60 Km de centros poblados como San Nicolás, San Pedro, Rosario, Victoria o Gualeguay, pero el hecho de estar rodeadas por los brazos del río Paraná en sus tramos más caudalosos, las convierte en zonas mucho más alejadas. Dicen los expertos que un km por agua equivale a cuatro por tierra.

Por el Arroyo El Tala

No obstante fue revelador encontrar personas de grandes valores, construyendo desde el silencio y el anonimato una parte de esta patria maravillosa. Chicos nacidos y criados en las islas con ansias de conocimientos y de un cariño que reclaman sin decirlo pero que también ofrecen espontánea y abiertamente. 

Maestros que además de enseñar, deben hachar leña en el monte para paliar el frío; transportar a los chicos en canoa; ser padre, madre y enfermero; pensar en la comida y en la limpieza de los dormitorios y baños (porque es una escuela albergue), para regresar a sus hogares los fines de semana haciendo “lancha stop” en el río, costumbre que al descubrirla, fue otro de mis asombros.


Los alumnos y el maestro llegan a la Escuela de La Calera luego de navegar más de media hora por el río a temperaturas bajo cero
 
Pobladores originarios de esas islas que no pierden las esperanzas y que vuelven a su ranchada después de cada inundación para empezar de nuevo. Pero sólo quedan los más viejos. Se ven pocos jóvenes y también pocas mujeres. Las islas se van despoblando. El cambio climático, las vacas y las inundaciones, los van corriendo, como también los nuevos dueños que con escrituras, según dicen, no bien habidas, aparecen ahora que las islas empiezan a tener un valor económico de uso, luego de centurias de ser lugares abandonados, salvajes, para personas que necesitaban esconderse o buscaban vivir lejos de la vida ciudadana y dispuestos a hacer frente a la naturaleza pero al mismo tiempo integrarse a ella.

Miguel, puestero, distrae una yarará para matarla.
 Ahora que las tierras antes dedicadas a la ganadería (Gualeguay era un Departamento ganadero) están monopolizadas por la soja, las tierras bajas, inundables son dedicadas al ganado que cuando lo sacan en barco por las inundaciones, ya está engordado (“terminado” dicen por allí) para llevarlo al mercado. En ese momento, en las islas queda la gente esperando los nuevos novillos para invernar. Junto a los pobladores están también las yararás y el ratón colorado, portador del hantavirus, paseando por los patios de las ranchadas.

Elegí, como organizador de la expedición, el invierno para hacer esos viajes con la idea de apreciar las condiciones más desfavorables pero lo que no calculé fue que nos tocarían las dos olas polares que hubo este año: la de fines de junio en Ibicuy y la de principios de agosto en Lechiguanas. Resultó muy impactante viajar en una canoa que en el medio del río parecía más chica de lo que realmente era; vivir y dormir en las mismas condiciones de esas personas, aunque ellos trataban de darnos las mejores que disponían y después recorrer las islas en un viejo barco mucho más grande que la canoa pero donde había que dormir sobre la planchada porque camarotes no tenía. 

Beresiartu, patrón del barco, el poblador Fernández y Jorge Surraco
 No quiero presentar esto como una acción heroica, porque no lo es, sólo intento pintar cómo sentí siempre y por suerte sigo sintiendo, el trabajo del documentalista. Yo no puedo ser un observador externo, periodístico, necesito involucrarme, interactuar y tratar de sentir en mi cuerpo lo que sienten las personas que busco documentar. No es que no tuviera conocimientos de estas cosas, pero es muy distinto vivirlas.

Vicente, Claudia, Olga, pobladora y Ramón, práctico del barco
Después de esta fantástica experiencia, te puedo asegurar que todos los problemas que me hacía y enfrentaba en mis tareas profesionales, siento hoy que fueron nada. No quiero desmerecer esas tareas, pero cuando se conocen otras realidades no puede uno menos que sonreír y decir simplemente “¿de qué me quejo?”. Claro que, como ya me han dicho ante mi comentario: cada uno evalúa y mide sus posesiones y sus necesidades con el patrón que le da el medio en el cual vive. Pero bueno sería asomarse a veces por encima de nuestro ego. Los urbanos, especialmente los de grandes ciudades, vivimos muy amontonados, pegoteados tan cerca unos de otros que no nos vemos. 

Martín, otro poblador
 Los isleños que he conocido, viven a media hora de canoa del vecino más próximo, pero se conocen, están atentos por si alguien necesita ayuda. Era increíble como mirando el río a lo lejos decían: allá va fulano o por aquel lado viene tal señalando lo que para nuestros ojos sólo era un punto en la distancia. Algo similar pasaba con los sonidos que diferenciaban con absoluta certeza. Nosotros, los urbanos, tenemos tan cerca las paredes y los techos que nos acortan la capacidad de nuestros sentidos. Ellos tienen horizontes de agua y por techo nada más que las estrellas. Quizá por eso es que me parecieron más sabios a pesar de su falta de instrucción. 
                                                                              
Ranchada del matrimonio Fernández
 Pero son concientes del abandono al que los somete el sistema que rige en tierra firme. Saben también que inexorablemente su futuro está en las islas porque no sabrían que hacer en otro lado. Por eso los hijos se van o los empujan a tentar suerte en las ciudades y cuando aún son chicos, también se van las madres acompañándolos. En las islas van quedando sólo los viejos u hombres solos.


Fueron viajes iniciáticos o casi y es muy difícil volver sin experimentar alguna transformación.

Islas del Arroyo El Tala